Gregorio Valerio, su fiel secretario, y Sandro, el chófer de toda una vida, le acompañaron a su nuevo domicilio un día de septiembre de 2002. Valerio recuerda todos los detalles. La habitación espartana, el estudio con una nevera vacía, el saco verde para meter la ropa sucia. El secretario se estremeció. "El cardenal suda mucho, me preocupaba que no tuviera ropa disponible. Aquella austeridad era algo tremendo. Los jesuitas, ya sabe como son", dice con gesto indescifrable. Felizmente supo antes de marchar que el cardenal -"aquí es padre Martini", había dicho uno de los internos- tendría baño propio. Cosas intrascendentes para quien cambió hace años una vida de comodidades por la severidad del mundo jesuita. Y además, Ariccia era sólo un lugar de paso. Su verdadero destino era Jerusalén.
El País, 13 de julio de 2008
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